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miércoles, diciembre 25, 2024

«Si no callaba al bebé, me lo iban a quitar»: migrante hondureña relata agonía vivida

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ROMA, TEXAS. «Nos empezaron a gritar que teníamos que apagar las luces y callar a los niños», recordó Katia, una mamá hondureña de 24 años. Los «coyotes» les dijeron que la policía mexicana había encontrado el lugar y podían descubrir que era una casa de seguridad.

Sólo en esa habitación había unos 150 migrantes como ella. Había más en la cocina, en otra habitación, «en todas partes», relató la migrante a Noticias Telemundo.

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Asustada, su hija de 6 años le agarraba la pierna y su bebé de 1 año se movía en su pecho. La mamá los abrazó con fuerza. «Cállense, ahí está la policía, no hagan bulla», les decían sus captores.

Katia pensaba en su marido, Xavier. Los coyotes que los custodiaban les habían separado por género hacía unas horas y él todavía no había llegado a la casa de seguridad. Era el último esfuerzo de esta familia hondureña antes de intentar cruzar la frontera. A las espaldas, casi un mes de camino y cerca de 11,000 dólares gastados en coyotes.

Recién llegaron a Ciudad Miguel Alemán, un municipio fronterizo del estado mexicano de Tamaulipas. Desde allí, Estados Unidos queda sólo a unos pocos metros de distancia que se cruzan en balsa o a nado en el Río Grande hasta llegar a Roma, Texas.

«El muchacho nos decía: Si entra la policía, yo soy uno de ustedes, yo soy inmigrante, no soy un encargado», contó Katia. «Y susurrando, susurrando, y ya los niños asustados, unos pidiendo a la mami y otros diciendo: Mami, abrázate a mí».

De repente un niño empezó a llorar. El bebé de Katia se contagió del nerviosismo.

«Se asustó y empezó a llorar también. Yo traté de calmarlo, pero no se podía, no se calmaba y me gritaban que lo callara, que, si no, me lo iban a quitar», expresó la hondureña.

Al recordarlo, horas después de lo ocurrido, Katia todavía sufre, se estira con fuerza las mangas de su suéter y abre los ojos como si se le fueran a salir.

El bebé no callaba y la situación se complicó. El coyote agarró la mano a la mamá y la obligó a que le apretara la boca a su bebé para que no llorara. «Él empezó a gritar más y más. Estuve como diez minutos teniéndole la boca apretada a mi hijo», agregó.

Expuso que el niño luego se empezó a ahogar y entonces le empezó a dar palmadas en la espalda e inició a vomitar. Ahí el miedo invadió a esta madre.

«Sufrí al verlo a él así. Sentía que le iba a asfixiar porque ya se han escuchado casos de que eso ha pasado. Las madres han tenido que taparle la boca a los niños y terminan asfixiándolos de tanto hacer eso», externó.

Llena de vómito, la madre empezó a gritar. Pedía que abrieran la puerta, decía que no podía tener a su hijo así. «Ya no quería que mi hijo sufriera más«, dijo. Le respondieron que se callara, que se callara, que la iban a escuchar.

«Cuando terminó de vomitar, el niño cayó al suelo y, hasta el día de hoy, le digo a Dios que no sé si mi niño se durmió o se desmayó. Sólo lo recogí y empecé a tocarle sus signos vitales».  El niño respiraba. «Lloré, lloré horrible, porque mi esposo no estaba ahí también», manifestó.

Solo quería abrazarlo y llorar

Unos hombres vestidos de uniforme entraron en la habitación. La mamá hondureña no sabe de qué cuerpo policial formaban parte, sólo que eran mexicanos e iban encapuchados. Pidieron a los migrantes que se pusieran a los lados de la habitación.

Pero, después de un tiempo, se marcharon: “El muchacho entró diciendo que ya todo había pasado, que habían arreglado, que cada quien a su lugar porque teníamos el piso para dormir. Solamente dijo eso, que ya arreglaron», reiteró.

Los caminos cercanos a Roma, Texas, están llenos de objetos que perdieron o botaron los migrantes después de cruzar el río.

Esa misma noche llegó finalmente su marido, Xavier. «Fue angustiante. Cuando lo vi entrar por esa puerta, yo no cabía. Lo único que quería era abrazarlo y llorar», indicó.

El padre, de 30 años, y la madre, de 24, partieron de Honduras hace casi un mes. Aprovecharon que el hombre tenía vacaciones para escapar. Investigaba homicidios en la policía, y las pandillas intensificaron sus amenazas. “Me mandaron hasta fotos de donde estaban mi esposa y mis hijos», relató.

Allí estaban, en una casa de seguridad. Eso está en una ciudad de Tamaulipas, rodeados de docenas de migrantes; algunos dormían echados en el piso, otros sentados como podían.

La pareja, que intentaba llegar a Estados Unidos por primera vez, no se esperaba esas condiciones. Les habían hablado de «hoteles, casas cómodas, con buenos colchones» para todo el camino. Nada que ver.

Después del incidente, el temor de las madres y los padres con bebés no acabó. «Empezaron a regañarnos que por nuestra culpa, que por los niños, pasó todo. Por horas, todo el mundo hizo el esfuerzo por tener a los niños callados».

«Como nos dejan tener los celulares, entonces yo le pongo pichingos (dibujos animados) al niño en YouTube. Ahí le tengo su pichingo favorito y ahí lo estoy calmando. La niña, pues ya está grande. Entonces a ella le digo: Amor, no puedes hacer bulla. Y se queda sentada a un lado».

La tarde siguiente les dijeron que iban a cruzar. Cargaron bien poco con ellos: los documentos más importantes y los pañales para el bebé. Caminaron un buen rato hasta llegar a la orilla mexicana del río. Solo se veía alguna luz lejana y sólo se escuchaba el sonido de los grillos.

Del otro lado, en Estados Unidos, también en la oscuridad, esperaban varios miembros de la Guardia Nacional bajo una carpa de campaña y algunos periodistas pendientes de los cruces.

De repente, tras horas bajo el cielo estrellado, el lado estadounidense empezó a oír un rumor: voces de niños y llantos de bebé. Una guardia texana enfocó con una linterna de alto alcance el lado mexicano, pero sólo vio árboles oscuros y el río casi inmóvil.

Una niña con un juguete mientras su madre espera la llegada de la Patrulla Fronteriza, en Roma, Texas, el 9 de mayo de 2021.

Atento a las voces infantiles del lado mexicano, Juan Antonio Peña, un voluntario de una iglesia de Roma, Texas, se acercó a las rocas más cercanas al río. «¡Soy el pastor! ¡Aquí les espero! Traje agua, aquí los esperamos, Dios los bendiga», les gritaba.

Minutos después apareció la primera balsa. Con dudas, las familias saltaban a las rocas y, con el agua hasta la cintura, el coyote volvía a México. Dijo que tenía más migrantes esperando.

Katia y Xavier, que prefirieron no usar sus nombres reales por temor a represalias en su país, siguieron las indicaciones de los guardias. Todavía les quedaba caminar una milla cuesta arriba  hasta llegar a una carretera asfaltada para esperar a la Patrulla Fronteriza.

El papá cargaba al más pequeño en los hombros y le faltaba el aire al hablar, por el esfuerzo físico y por los nervios. «No sabemos lo que podría pasar», dijo este padre de 30 años, consciente de que pueden ser expulsados de inmediato por el Gobierno de Biden o de que pueden perder sus casos de asilo ante un juez de inmigración.


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